Se había puesto el
sol y sobre la impresionante tristeza del pueblo comenzaba a asperjar la noche
sus gotas de sombra. Liberato Tucto, en cunclillas a la puerta de su choza,
chacchaba, obstinado en que su coca le dijera qué suerte había corrido su hija,
raptada desde hacía un mes por un mozo del pueblo a pesar de su vigilancia.
Durante esos
treinta días su consumo de coca había sobrepasado al de costumbre. Con
regularidad matemática, sin necesidad de cronómetro que le precisara el tiempo,
cada tres horas, con rabia sorda y lenta de indio socarrón, y cachazudo, metía
mano al huallqui, que, inseparable y terciado al cuerpo, parecía ser su fuente
de consuelo. Sacaba la hoja sagrada a puñaditos, con delicadeza de joyero que
recogiera polvo de diamantes, y se la
iba embutiendo y aderezando con la cal de la shipina, la que entraba y salía
rápidamente de la boca como la pala del horno.
Con la cabeza
cubierta por un cómico gorro de lana, los ojos semioblicuos y fríos - de
frialdad ofídica - los pómulos de prominencia mongólica, la nariz curva,
agresiva y husmeadora, la boca tumefacta y repulsiva por el uso inmoderado de
la coca, que dejaba en los labios un ribete verdusco y espumoso, y el poncho
listado de colores sombríos en el que estaba semienvuelto, el viejo Tucto
parecía, más que un hombre de estos tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada
no había obtenido la misma respuesta. Unas veces la coca le había parecido
dulce y otras amarga, lo que le tenía desconcertado, indeciso, sin saber qué
partido tomar. Por antecedentes de notoriedad pública sabía que Hilario
Crispín, el raptor de su hija, era un indio de malas entrañas, gran bebedor de
chacta, ocioso, amigo de malas juntas y seductor de doncellas; un mostrenco,
como castizamente llamaban por estas tierras al hombre desocupado y vagabundo.
Y para un indio honrado esta es la peor de las tachas que puede tener un
pretendiente.
¿A dónde habría
llevado el muy pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría haciéndola pasar? ¿O la
habría abandonado ya en represalia de la negativa que él, como hombre juicioso,
le hiciera al padre de Crispín cuando fue a pedírsela para su hijo?
En estas hondas
meditaciones estaba el viejo Tucto el trigésimo día del rapto de la añorada
doncella, cuando de entre las sombras de la noche naciente surgió la torva
figura de un hombre, que, al descargar en su presencia el saco que traía a las
espaldas, dijo:
-Viejo, aquí le traigo a tu hija para que no lo hagas buscar tanto, ni
andes por el pueblo diciendo que un mostrenco se la ha llevado.
Y, sin esperar
respuesta, el hombre, que no era otro que Hilario Crispin, Desató el saco y
vació de golpe el contenido, un contenido nauseabundo, viscoso, horripilante,
sanguinolento, macabro, que, al caer, se esparció por el suelo, despidiendo un
olor acre y repulsivo. Aquello era la hija de Tucto descuartizada con
prolijidad y paciencia diabólica, escalofriantes con un ensañamiento de loco
trágico.
Juan Jorge volvió a
sentarse, se echó un poco de coca a la boca y después de meditar un gran rato
en quién sabe qué cosas, que le hicieron sonreír, dijo:
-Bueno; diez,
quince y veinte si quieres. Pero te advierto que cada tiro va a costarle a
Liberato un carnero de yapa. Los tiros de máuser están hoy muy escasos y no hay
que desperdiciarlos en caprichos que pague su capricho Tucto. Además,
haciéndole tantos tiros a un hombre, corro el peligro de desacreditarme, de que
se rían de mí hasta los escopeteros.
-Se te darán las yapas, taita. De lo demás no tengas cuidado. Yo haré saber
que lo has hecho así por encargo.
-Juan Jorge se
frotó las manos, sonrió, diole una palmadita a la Martina y resolviese a sellar
el pacto con estas palabras:
- De aquí a mañana haré averiguar
con mis agentes si es verdad que Hilario Crispín es el asesino de tu hija, y si
así fuera, mandaré por el ganado como señal de que aceptó el compromiso.
V
Cuatro días después comenzó la
persecución de Hilario Crispín, Jorge y Tucto se metieron en una aventura
preñada de dificultades y peligros, en que había que marchar lentamente, con
precauciones infinitas, ascendiendo por despeñaderos horripilantes, cruzando
sendas inverosímiles, permaneciendo ocultos entre las rocas horas enteras,
descansando en cueva húmedas y sobrias, evitando encuentros sospechosos,
esperando la noche para proveerse de agua en los manantiales y quebradas. Una
verdadera cacería épica, en la que el uno dormía mientras el otro avizoraba,
lista la carabina para disparar. Pero que si se tratara de cazar a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le ganaba ya ni su maestro Ceferino, había
preparado el máuser, la víspera de la partida, con un esmero y una habilidad
irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera de saber el peligro que corría si
llegaba a descuidarse y ponerse a tiro del indio Crispín, feroz y astuto,
estaba obsedido por una preocupación, que sólo por orgullo se había atrevido a
arrostrarla: tenía una superstición suya, enteramente suya según la cual un
illapaco corre gran riesgo cuando va a matar a un hombre que completa cifra
impar en la lista de sus víctimas. Tal vez por eso siempre la primera víctima
hace temblar el pulso más que las otras, como decía el maestro Ceferino. Y
Crispín, según su cuenta, iba a ser el número sesenta y nueve. Esta
superstición la debía a que en tres o cuatro ocasiones había estado a punto de
parecer a manos de sus victimados, precisamente al añadir una cifra impar a la
cuenta.
Por esta razón sólo se aventura en los desfiladeros después de otear
largamente todos los accidentes del terreno, todas las peñas y recovecos, todo
aquello que pudiera servir para una emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana del cuarto, Juan Jorge, que ya se iba
impacientando y cuya inquietud aumentaba a medida que transcurría el tiempo,
dijo, mientras descansaba a la sombra de un peñasco:
-Creo que el cholo ha tirado largo, o estará metido en alguna cueva, de
donde sólo saldrá de noche.
-El mostrenco está por aquí, taita. En esta quebrada se
refugian todos los asesinos y ladrones que persigue la fuerza. Cunce Maille
estuvo aquí un años y se burló de todos los gendarmes que lo persiguieron.
-Peor entonces. No vamos a encontrar a Crispín ni en un mes.
-No será así, taita. Los que persiguen no saben buscar: pasan y pasan y el
perseguido está viéndoles pasar.
Hay que tener mucha paciencia. Aquí estamos en buen sitio y te juro que no
pasará el día sin que aparezca el mostrenco por la quebrada, o salga de alguna
cueva de las que ves al frente. El hambre o la sed le harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que Crispín no andaba lejos, pues a poco de
callarse, al fondo de la quebrada surgió un hombre con la carabina en la
diestra, mirando a todas partes recelosamente y tirando de un carnero, que se
obstinaba en no querer andar.
- Lo vez, taita - dijo levemente el viejo Tucto, que
durante toda la mañana no había apartado los ojos de la quebrada. Es Crispín.
Cuando yo te decía… Apúntale, apúntale; asegúralo bien.
Al ver Juan Jorge a su presa se le enrojecieron los ojos, se le inflaron
las narices, como al llama cuando husmea cara al viento, y lanzó un hondo
suspiro de satisfacción. Revisó en seguida el máuser y después de apreciar
rápidamente la distancia. Contestó:
- Ya lo vi; se conoce que tiene hambre, de otra manera no
se habría aventurado a salir de día de su cueva. Pero no voy a dispararle desde
aquí; apenas habrá unos ciento cincuenta metros y tendría que variar todos mis
cálculos. Retrocedamos.
-¡Taita, que se te va a escapar!…
-¡No seas bruto! Si nos viera, más tardaría él en echar a
correr que yo en meterle una bala. Ya tengo el corazón tranquilo y el pulso firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente y con increíble rapidez, fueron a
parapetarse tras una blanca pelonería que semejanza una reventazón de olas.
- Aquí estamos bien - murmuró Juan Jorge. Doscientos
metros justos; lo podría jurar.
Y con sarcasmo diabólico, el indio Crispín, después de sacudir el saco,
añadió burlonamente:
-No te dejo el saco porque puede servirme para ti si te atreves a cruzarte
en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo, que, pasaba la primera impresión, había logrado impasibilizarse,
levantose y con tranquilidad, inexplicable en hombres de otra raza, exclamó:
- Harás bien en llevarte tu saco; será robado y me
traería mala suerte. Pero ya que me has traído a mi hija debes dejar algo para
las velas del velorio y para atender a los que vengan a acompañarme.
¿No tendrás siquiera un sol?
Crispín, que comprendió también la feroz ironía del viejo, sin volver la
cara respondió:
- ¡Qué te podrá dar un mostrenco! ¿No quisieras una
cuchillada, viejo ladrón?. Y el indio desapareció, rasgando con una
interjección flagelante el silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el serpenteo atronador y tormentoso del
Marañón yacen sobre el regazo fértil de un valle cien chozas desmedradas,
rastreras y revueltas, como cien fichas de dominó sobre un tapete verde. Es
Pampamarca. En medio de la vida pastoril y semibárbara de sus moradores, la
única distracción que tienen es un tiro al blanco, que les sirve de pretexto
para sus grandes bebezones de chicha y chacta y para consumir también gran
cantidad de cápsulas, a pesar de las dificultades que tienen que vencer para
conseguirlas, llevándoles su afición, hasta pagar en casos urgentes media libra
por una cacerina de máuser. A causa de esto tienen agentes en las principales
poblaciones del departamento, encargados de proveerles por todos los medios posibles, los que,
conocedores de munición del interés y largueza de sus clientes, explotan el
negocio con una desmedida sordidez, multiplicando el valor de la siniestra
mercancía y corrompiendo con precios tentadores a la autoridad política y al
gendarme.
Y cuando el agente es moroso o poco solícito, ellos bajan de sus alturas,
sin importarles las grandes distancias que tienen que recorrer a pie, y se les
ve entonces en Huánuco, andando lentamente, como distraídos, con caras de
candor rayanas en la idiotez, penetrando en todas las tiendas, hasta en las
boticas, en donde comienzan por preguntar tímidamente por las clásicas cápsulas
del 44 y acaban por pedir balas de todos los sistemas en uso. Se les conoce
tanto que, a pesar del cuidado que ponen en pasar inadvertidos, todo el que los
ve murmura despectivamente: "shucuy de Dos de Mayo" y los
comerciantes los reciben con una amabilidad y una sonrisa que podría traducirse
en esta frase: "Ya sé lo que quieres, shucuysito: munición para alguna
diablura".
Es en este caserío, en estas tierras de tiradores - illapaco jumapa-, como
se les llama en la provincia, donde tuvo la gloria de ver por primera vez el
sol Juan Jorge, flor y nata de illapacos, habiendo llegado a los treinta años
con una celeridad que pone los pelos de punta cuando se relatan sus hazañas y
hace desfallecer de entusiasmo a las doncellas indias de diez leguas a la
redonda. Y viene a aumentar esta celebridad, si cabe, la fama de ser, además,
el mozo un eximio guitarrista y un cantor de yaravíes capaz de doblegar el
corazón femenino más rebelde.
Y también porque no es un shucuy, ni un cicatero. Y en cuanto a vestir y
calzar, calza y viste como lo mistis, y luce cadena y reloj cuando baja a los
pueblos grandes a rematar su negocio - como dice él mismo - que consiste en
eliminar de este mezquino mundo a algún predestinado al honor de recibir entre
los dos ojos una bala suya.
III
En lo que Juan Jorge no andaba equivocado, porque su fortuna y bienestar
eran fruto de dos factores suyos: el pulso y el ojo.
VI
Y fue a este personaje, a esta flor y nata de illapacos, a quien el viejo
Tucto le mandó su mujer para que contratara la desaparición del indio Hilario
Crispín, cuya muerte era indispensable para tranquilidad de su conciencia,
satisfacción de los yayas y regocijo de su Faustina en la otra vida.
La mujer del Tucto, lo primero que hizo, después de saludar humildemente al
terrible illapaco, fue sacar un puñado de coca y ofrecérselo con estas
palabras:
-Para que endulces tu boca, taita.
-Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso a chacchar lentamente, con la mirada
divagante, como embargado por un pensamiento misterioso y solemne.
Pasado un largo rato, preguntó:
-¿Qué te trae por aquí Marina?
-Vengo para que me desaparezcas a un hombre malo.
-¡Hum! Tu coca no está muy dulce…
-Tomarás más taita. Yo la encuentro muy dulce… y también te traigo
Ishcayrealgota.
Y sacando la botella de agua de florida llena de chacta se la pasó al
illapaco.
-Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago, paladeándole con una fruición más fingida
que real.
- ¿Quién es el hombre malo y qué ha hecho, porque tú
sabrás que yo no me alquilo sino para matar criminales. Mi máuser es como la
vara de la justicia…
-Hilario Crispín, de Patay - Rondos, taita, que ha matado a mi Fausta.
- Lo conozco; buen cholo. Lástima que haya matado a tu
hija, porque es un indio valiente y no lo hace mal con la carabina. Su padre
tiene terrenos y ganados. ¿Y estás segura de que Crispín es el asesino de tu
hija?
-Como de que ayer la enterramos. Es un perro rabioso, un mostrenco.
-¿Y cuánto vas a pagar porque lo mate?
-Hasta dos toros me manda a ofrecerte Liberato.
-No me conviene. Ese cholo vale cuatro toros; ni uno menos.
- Se te darán, taita. También me encarga Liberato decirte
que han de ser diez tiros los que le pongas al mostrenco, y que el último sea
en el que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y exclamó:
-¡Tatau! Pides mucho. Pides una cosa que nunca he hecho, ni se ha
acostumbrado jamás por aquí.
-Se te pagará, taita. Tiras bien y te será fácil.
Y, después de quitar el seguro y levantar el librillo, se tendió con toda
la corrección de un tirador de ejército, que se prepara a disputar un
campeonato, al mismo tiempo que musitaba:
-¡Atención, viejito! Está en la mano derecha para que no vuelva a disparar
más. ¿Te parece bien?
-Si taita, pero no olvides que son diez tiros los que tienes que ponerle.
No vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló por el aire y el indio Crispín dio un
rugido y un salto tigresco, sacudiendo furiosamente la diestra. En seguida miró
a todas partes, como queriendo descubrir de donde había partido el disparo,
recogió con la otra mano el arma y echó a correr en dirección a una peñas; pero
no habría avanzado diez pasos cuando un seguro tiro le hizo caer y rodar al
punto de partida.
- Esta ha sido en la pierna derecha - dijo sonriendo el feroz illapaco -
para que no pueda escapar. Veo que completaré con felicidad mi sesenta y nueve.
Y volvió a encararse el arma y un tercer disparo fue a romperle al infeliz la
otra pierna. El indio trató de incorporarse, pero solamente logró ponerse de
rodillas. En esta actitud levantó las manos al cielo, como demandando piedad, y
después cayó de espaldas, convulsivo, estertorante, hasta quedarse inmóvil.
-¡Los has muerto, taita!
- No, hombre. Yo sé donde apunto. Está más vivo que
nosotros. Se hace el muerto por ver si
lo dejamos allí, o cometemos la tontería de ir a verlo, para aprovecharse él
del momento y meternos una puñalada. Así me engañó una vez José Illatopa y casi
me vacía el vientre. Esperamos que se mueva. Y Juan Jorge encendió un cigarro y
se puso a fumar, observando con interés las espirales del humo.
-¿Te fijas, viejo? El humo sube derecho; buena suerte.
-Va a verte Crispín, taita, no fumes.
-No importa. Ya está al habla con mi máuser.
El herido, que al parecer había simulado la muerte, juzgando tal vez que
había transcurrido ya el tiempo suficiente para que el asesino lo hubiera
abandonado, o quizás por no poder ya soportar los dolores que, seguramente,
estaba padeciendo, se volteó y comenzó a arrastrarse en dirección a una cueva
que distaría uno cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a apuntar, diciendo:
-A la mano izquierda…
y así fue: la mano quedó destrozada. El indio, descubierto en su juego,
aterrorizado por la certeza y ferocidad con que le iban hiriendo, convencido de
que su victimador no podía ser otro que el illapaco de Pampamarca, ante cuyo
máuser no había salvación posible, lo arriesgó todo y comenzó a pedir socorro a
grandes voces y a maldecir a su asesino. Pero Juan Jorge, que había estado
siguiendo con el fusil encarado todos los movimientos del indio, aprovechando
del momento en que éste quedara de perfil, disparó el quinto tiro, no sin haber
dicho antes:
-Para que calles…
El indio calló inmediatamente, como por ensalmo, llevándose a la boca las
manos semimutiladas y sangrientas. El tiro le había destrozado la mandíbula
inferior. Y así fue hiriéndole el terrible illapaco en otras partes del cuerpo,
hasta que la décima bala, penetrándole por el oído, le destrozó el cráneo.
Habría tardado una hora en este satánico ejercicio; una hora de horror, de
ferocidad siniestra, de refinamiento inquisitorial, que el viejo Tucto
saboreó con fruición y que fue para Juan
Jorge la hazaña más grande de su vida de campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos hasta donde yacía destrozado por diez balas,
como un andrajo humano, el infeliz Crispín. Tucto le volvió boca arriba de un
puntapié, desenvainó su cuchillo y diestramente le sacó los ojos.
Estos - dijo, guardando los ojos en el huallqui - para que no me persigan;
y ésta - dándole una feroz tarascada a la lengua - para que no avise.
Y para mí el corazón - añadió Juan Jorge -. Sácalo bien. Quiero comérmelo
porque es de un cholo muy valiente.
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