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domingo, 14 de septiembre de 2014

el alfiler 4to


EL ALFILER                         De La Venganza del Cóndor VENTURA GARCÍA CALDERÓN

                La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en su santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
                Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
-              Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas…¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla, no más …
                El borrachito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el sombrero de jipijapa, y quiso explicar tantas cosas a la vez - la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte lenguas, la orden de llegar en pocas horas, aunque reventara la bestia en el camino -, que enmudeció por un minuto.
De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:
                Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue, sin duda, por mandato especial de la Providencia: pero estrujó el brazo del criado, queriéndole extirpar mil detalles.
-              ¿Anoche?… ¿Está muerta?… ¿Grimanesa? …
                Algo advirtió quizá en las oscuras explicaciones del Borrachito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor "caballo de paso". Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con sus fuegos de bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero reviviscente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia.
                Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!…
                Hinchando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde ya vencida, se escuchó otro galope resonante, premioso, sobre los cantos rosados de la montaña. Por  prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
-              ¿Quién vive?
Refrenó su carreta el jinete próximo y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
-              ¡Amigo, soy yo! ¿No me conoce? El administrador de Sincalvilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por que razón no se hallaba en la hacienda de capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.
                Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perro, enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empeñada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines de Cabo y alhelíes. Sería y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa en el valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había servido a un abuelo suyo para trucitar rebeldes en una antigua sublevación de los indios.
                Al besar dos Timoteo la santa imagen quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el pocho, y sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba en la noche cerrada.
                Durante siente meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo al padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.
Pero un domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sobrero de jipijapa, que fue preciso fijar en las oleosas crenchas con un largo estilete de oro.
                Cuando el padre la vio así, dijo, turbado, mirando el alfiler:
-              Vas a quitarte ese adefesio...
                Ana maría obedeció suspirando, resulta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
                Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María, tan parecida a su hermana, en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.
                Nadie habló de la desgracia ocurrido ni mentó a Grimanesa; pero Conrado corto sus espléndidos y carnales jazmines de Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a la “niña”, llorando.
                ¡Jesús,. María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
                Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Silcavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después  del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llegó Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin de su caballo, que “braceaba” con escorzo elegante y clavaba el espumeante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
                Con la solemnidad de las grande horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó, con el respeto de siempre, “don Timoteo”, sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa.:
-              Quiero hablarle, mi padre.
                Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, la indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una pausa tan larga, que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir.
                De súbito, ágilmente, como si los años no pasaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro, de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mi ardides y un “santo seña” escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos tipos que cierran el  manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
                Al verlo, Conrado cayó de rodillas. Gimoteando como un reo, manifestó:
-              ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
                Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que no se comprendía apenas:
-              Si, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en el corazón... ¿no es cierto? Ella te faltó quizá...
-              Sí, mi padre.
-              ¿Se arrepintió al morir?
-              Sí, mi padre.
-              ¿Nadie lo sabe?
-              No, mi padre.
-              ¿Por qué no lo mataste también?
-              ¡Huyó como un cobarde!
-              ¿Juras matarlo si regresa?
-              ¡Sí, mi padre!
                El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:
-              ¡Sí ésta también te engaña, haz lo mismo! ... ¡Toma! ...
                Entregó el alfiler de oro, solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchará enseguida, porque era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.

 
COMPRENSIÓN DE LECTURA
1.             Haz una relación de los personajes principales del cuento
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2.             Menciona los lugares donde se desarrollan los hechos.
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3.             Explica la actitud de Don Timoteo, al abandonar a su difunta hija
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4.             ¿Qué ideas expresa el autor?
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5.             Comenta la actitud de Don Timoteo al final de la obra
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LOS OJOS DE LINA   CLEMENTE PALMA

El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de wisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.
Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.
Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma adiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos.

Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndola sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo ¡orar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados .os ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mí vejez. , Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridad de mí alcoba; veía al techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterías y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mí sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé sí por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mí espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.
-¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!
Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:
-¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo¡ ... ¿Estás enfermo? Habla.
-No ... perdóname; nada tengo, nada... -le respondí sin mirarla.
-Mientes, algo te pasa...
-Fue un vahído, Lina... Ya pasará...
-¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.
No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chísporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mí turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mí cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:
-No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa
en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.
Cerré los ojos y la besé en la frente.
-No me beses, mírame, mírame.
-¡Oh, por Dios, Lina, déjame! ...
-¿Y por qué no me miras? -insistió casi llorando.
Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mí necedad: -No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir-. Callé, pues, y me fui a mí casa, después que Lina dejó la habitación llorando.

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mí novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo... Usando anteojos negros... quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio.
-¡Bah, que tontería! -fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí es-
taba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.
-Mírala a la luz -me dijo- son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.
Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano.
-¿Qué has hecho, desdichada?
-¡Es mi regalo de boda! -respondió tranquilamente.
Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre...

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.
-¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer
alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancándoos los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.
Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.

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