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miércoles, 26 de noviembre de 2014

realismo mágico - mapa mental


CAMPEÓN DE LA MUERTE (Cuentos Andinos) LÓPEZ ALBÚJAR

I.             CAMPEÓN DE LA MUERTE (Cuentos Andinos)
Se había puesto el sol y sobre la impresionante tristeza del pueblo comenzaba a asperjar la noche sus gotas de sombra. Liberato Tucto, en cunclillas a la puerta de su choza, chacchaba, obstinado en que su coca le dijera qué suerte había corrido su hija, raptada desde hacía un mes por un mozo del pueblo a pesar de su vigilancia.
Durante esos treinta días su consumo de coca había sobrepasado al de costumbre. Con regularidad matemática, sin necesidad de cronómetro que le precisara el tiempo, cada tres horas, con rabia sorda y lenta de indio socarrón, y cachazudo, metía mano al huallqui, que, inseparable y terciado al cuerpo, parecía ser su fuente de consuelo. Sacaba la hoja sagrada a puñaditos, con delicadeza de joyero que recogiera  polvo de diamantes, y se la iba embutiendo y aderezando con la cal de la shipina, la que entraba y salía rápidamente de la boca como la pala del horno.
Con la cabeza cubierta por un cómico gorro de lana, los ojos semioblicuos y fríos - de frialdad ofídica - los pómulos de prominencia mongólica, la nariz curva, agresiva y husmeadora, la boca tumefacta y repulsiva por el uso inmoderado de la coca, que dejaba en los labios un ribete verdusco y espumoso, y el poncho listado de colores sombríos en el que estaba semienvuelto, el viejo Tucto parecía, más que un hombre de estos tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada no había obtenido la misma respuesta. Unas veces la coca le había parecido dulce y otras amarga, lo que le tenía desconcertado, indeciso, sin saber qué partido tomar. Por antecedentes de notoriedad pública sabía que Hilario Crispín, el raptor de su hija, era un indio de malas entrañas, gran bebedor de chacta, ocioso, amigo de malas juntas y seductor de doncellas; un mostrenco, como castizamente llamaban por estas tierras al hombre desocupado y vagabundo. Y para un indio honrado esta es la peor de las tachas que puede tener un pretendiente.
¿A dónde habría llevado el muy pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría haciéndola pasar? ¿O la habría abandonado ya en represalia de la negativa que él, como hombre juicioso, le hiciera al padre de Crispín cuando fue a pedírsela para su hijo?
En estas hondas meditaciones estaba el viejo Tucto el trigésimo día del rapto de la añorada doncella, cuando de entre las sombras de la noche naciente surgió la torva figura de un hombre, que, al descargar en su presencia el saco que traía a las espaldas, dijo:
-Viejo, aquí le traigo a tu hija para que no lo hagas buscar tanto, ni andes por el pueblo diciendo que un mostrenco se la ha llevado.
Y, sin esperar respuesta, el hombre, que no era otro que Hilario Crispin, Desató el saco y vació de golpe el contenido, un contenido nauseabundo, viscoso, horripilante, sanguinolento, macabro, que, al caer, se esparció por el suelo, despidiendo un olor acre y repulsivo. Aquello era la hija de Tucto descuartizada con prolijidad y paciencia diabólica, escalofriantes con un ensañamiento de loco trágico.
Juan Jorge volvió a sentarse, se echó un poco de coca a la boca y después de meditar un gran rato en quién sabe qué cosas, que le hicieron sonreír, dijo:
-Bueno; diez, quince y veinte si quieres. Pero te advierto que cada tiro va a costarle a Liberato un carnero de yapa. Los tiros de máuser están hoy muy escasos y no hay que desperdiciarlos en caprichos que pague su capricho Tucto. Además, haciéndole tantos tiros a un hombre, corro el peligro de desacreditarme, de que se rían de mí hasta los escopeteros.
-Se te darán las yapas, taita. De lo demás no tengas cuidado. Yo haré saber que lo has hecho así por encargo.
-Juan Jorge se frotó las manos, sonrió, diole una palmadita a la Martina y resolviese a sellar el pacto con estas palabras:
-     De aquí a mañana haré averiguar con mis agentes si es verdad que Hilario Crispín es el asesino de tu hija, y si así fuera, mandaré por el ganado como señal de que aceptó el compromiso.
V
Cuatro días  después comenzó la persecución de Hilario Crispín, Jorge y Tucto se metieron en una aventura preñada de dificultades y peligros, en que había que marchar lentamente, con precauciones infinitas, ascendiendo por despeñaderos horripilantes, cruzando sendas inverosímiles, permaneciendo ocultos entre las rocas horas enteras, descansando en cueva húmedas y sobrias, evitando encuentros sospechosos, esperando la noche para proveerse de agua en los manantiales y quebradas. Una verdadera cacería épica, en la que el uno dormía mientras el otro avizoraba, lista la carabina para disparar. Pero que si se tratara de cazar a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le ganaba ya ni su maestro Ceferino, había preparado el máuser, la víspera de la partida, con un esmero y una habilidad irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera de saber el peligro que corría si llegaba a descuidarse y ponerse a tiro del indio Crispín, feroz y astuto, estaba obsedido por una preocupación, que sólo por orgullo se había atrevido a arrostrarla: tenía una superstición suya, enteramente suya según la cual un illapaco corre gran riesgo cuando va a matar a un hombre que completa cifra impar en la lista de sus víctimas. Tal vez por eso siempre la primera víctima hace temblar el pulso más que las otras, como decía el maestro Ceferino. Y Crispín, según su cuenta, iba a ser el número sesenta y nueve. Esta superstición la debía a que en tres o cuatro ocasiones había estado a punto de parecer a manos de sus victimados, precisamente al añadir una cifra impar a la cuenta.
Por esta razón sólo se aventura en los desfiladeros después de otear largamente todos los accidentes del terreno, todas las peñas y recovecos, todo aquello que pudiera servir para una emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana del cuarto, Juan Jorge, que ya se iba impacientando y cuya inquietud aumentaba a medida que transcurría el tiempo, dijo, mientras descansaba a la sombra de un peñasco:
-Creo que el cholo ha tirado largo, o estará metido en alguna cueva, de donde sólo saldrá de noche.
-El mostrenco está por aquí, taita. En esta quebrada se refugian todos los asesinos y ladrones que persigue la fuerza. Cunce Maille estuvo aquí un años y se burló de todos los gendarmes que lo persiguieron.
-Peor entonces. No vamos a encontrar a Crispín ni en un mes.
-No será así, taita. Los que persiguen no saben buscar: pasan y pasan y el perseguido está viéndoles pasar.
Hay que tener mucha paciencia. Aquí estamos en buen sitio y te juro que no pasará el día sin que aparezca el mostrenco por la quebrada, o salga de alguna cueva de las que ves al frente. El hambre o la sed le harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que Crispín no andaba lejos, pues a poco de callarse, al fondo de la quebrada surgió un hombre con la carabina en la diestra, mirando a todas partes recelosamente y tirando de un carnero, que se obstinaba en no querer andar.
- Lo vez, taita - dijo levemente el viejo Tucto, que durante toda la mañana no había apartado los ojos de la quebrada. Es Crispín. Cuando yo te decía… Apúntale, apúntale; asegúralo bien.
Al ver Juan Jorge a su presa se le enrojecieron los ojos, se le inflaron las narices, como al llama cuando husmea cara al viento, y lanzó un hondo suspiro de satisfacción. Revisó en seguida el máuser y después de apreciar rápidamente la distancia. Contestó:
- Ya lo vi; se conoce que tiene hambre, de otra manera no se habría aventurado a salir de día de su cueva. Pero no voy a dispararle desde aquí; apenas habrá unos ciento cincuenta metros y tendría que variar todos mis cálculos. Retrocedamos.
-¡Taita, que se te va a escapar!…
-¡No seas bruto! Si nos viera, más tardaría él en echar a correr que yo en meterle una bala. Ya tengo el corazón tranquilo y el pulso firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente y con increíble rapidez, fueron a parapetarse tras una blanca pelonería que semejanza una reventazón de olas.
- Aquí estamos bien - murmuró Juan Jorge. Doscientos metros justos; lo podría jurar.
Y con sarcasmo diabólico, el indio Crispín, después de sacudir el saco, añadió burlonamente:
-No te dejo el saco porque puede servirme para ti si te atreves a cruzarte en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo, que, pasaba la primera impresión, había logrado impasibilizarse, levantose y con tranquilidad, inexplicable en hombres de otra raza, exclamó:
- Harás bien en llevarte tu saco; será robado y me traería mala suerte. Pero ya que me has traído a mi hija debes dejar algo para las velas del velorio y para atender a los que vengan a acompañarme.
¿No tendrás siquiera un sol?
Crispín, que comprendió también la feroz ironía del viejo, sin volver la cara respondió:
- ¡Qué te podrá dar un mostrenco! ¿No quisieras una cuchillada, viejo ladrón?. Y el indio desapareció, rasgando con una interjección flagelante el silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el serpenteo atronador y tormentoso del Marañón yacen sobre el regazo fértil de un valle cien chozas desmedradas, rastreras y revueltas, como cien fichas de dominó sobre un tapete verde. Es Pampamarca. En medio de la vida pastoril y semibárbara de sus moradores, la única distracción que tienen es un tiro al blanco, que les sirve de pretexto para sus grandes bebezones de chicha y chacta y para consumir también gran cantidad de cápsulas, a pesar de las dificultades que tienen que vencer para conseguirlas, llevándoles su afición, hasta pagar en casos urgentes media libra por una cacerina de máuser. A causa de esto tienen agentes en las principales poblaciones del departamento, encargados de proveerles  por todos los medios posibles, los que, conocedores de munición del interés y largueza de sus clientes, explotan el negocio con una desmedida sordidez, multiplicando el valor de la siniestra mercancía y corrompiendo con precios tentadores a la autoridad política y al gendarme.
Y cuando el agente es moroso o poco solícito, ellos bajan de sus alturas, sin importarles las grandes distancias que tienen que recorrer a pie, y se les ve entonces en Huánuco, andando lentamente, como distraídos, con caras de candor rayanas en la idiotez, penetrando en todas las tiendas, hasta en las boticas, en donde comienzan por preguntar tímidamente por las clásicas cápsulas del 44 y acaban por pedir balas de todos los sistemas en uso. Se les conoce tanto que, a pesar del cuidado que ponen en pasar inadvertidos, todo el que los ve murmura despectivamente: "shucuy de Dos de Mayo" y los comerciantes los reciben con una amabilidad y una sonrisa que podría traducirse en esta frase: "Ya sé lo que quieres, shucuysito: munición para alguna diablura".
Es en este caserío, en estas tierras de tiradores - illapaco jumapa-, como se les llama en la provincia, donde tuvo la gloria de ver por primera vez el sol Juan Jorge, flor y nata de illapacos, habiendo llegado a los treinta años con una celeridad que pone los pelos de punta cuando se relatan sus hazañas y hace desfallecer de entusiasmo a las doncellas indias de diez leguas a la redonda. Y viene a aumentar esta celebridad, si cabe, la fama de ser, además, el mozo un eximio guitarrista y un cantor de yaravíes capaz de doblegar el corazón femenino más rebelde.
Y también porque no es un shucuy, ni un cicatero. Y en cuanto a vestir y calzar, calza y viste como lo mistis, y luce cadena y reloj cuando baja a los pueblos grandes a rematar su negocio - como dice él mismo - que consiste en eliminar de este mezquino mundo a algún predestinado al honor de recibir entre los dos ojos una bala suya.
III
En lo que Juan Jorge no andaba equivocado, porque su fortuna y bienestar eran fruto de dos factores suyos: el pulso y el ojo.
VI
Y fue a este personaje, a esta flor y nata de illapacos, a quien el viejo Tucto le mandó su mujer para que contratara la desaparición del indio Hilario Crispín, cuya muerte era indispensable para tranquilidad de su conciencia, satisfacción de los yayas y regocijo de su Faustina en la otra vida.
La mujer del Tucto, lo primero que hizo, después de saludar humildemente al terrible illapaco, fue sacar un puñado de coca y ofrecérselo con estas palabras:
-Para que endulces tu boca, taita.
-Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso a chacchar lentamente, con la mirada divagante, como embargado por un pensamiento misterioso y solemne.
Pasado un largo rato, preguntó:
-¿Qué te trae por aquí Marina?
-Vengo para que me desaparezcas a un hombre malo.
-¡Hum! Tu coca no está muy dulce…
-Tomarás más taita. Yo la encuentro muy dulce… y también te traigo Ishcayrealgota.
Y sacando la botella de agua de florida llena de chacta se la pasó al illapaco.
-Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago, paladeándole con una fruición más fingida que real.
- ¿Quién es el hombre malo y qué ha hecho, porque tú sabrás que yo no me alquilo sino para matar criminales. Mi máuser es como la vara de la justicia…
-Hilario Crispín, de Patay - Rondos, taita, que ha matado a mi Fausta.
- Lo conozco; buen cholo. Lástima que haya matado a tu hija, porque es un indio valiente y no lo hace mal con la carabina. Su padre tiene terrenos y ganados. ¿Y estás segura de que Crispín es el asesino de tu hija?
-Como de que ayer la enterramos. Es un perro rabioso, un mostrenco.
-¿Y cuánto vas a pagar porque lo mate?
-Hasta dos toros me manda a ofrecerte Liberato.
-No me conviene. Ese cholo vale cuatro toros; ni uno menos.
- Se te darán, taita. También me encarga Liberato decirte que han de ser diez tiros los que le pongas al mostrenco, y que el último sea en el que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y exclamó:
-¡Tatau! Pides mucho. Pides una cosa que nunca he hecho, ni se ha acostumbrado jamás por aquí.
-Se te pagará, taita. Tiras bien y te será fácil.
Y, después de quitar el seguro y levantar el librillo, se tendió con toda la corrección de un tirador de ejército, que se prepara a disputar un campeonato, al mismo tiempo que musitaba:
-¡Atención, viejito! Está en la mano derecha para que no vuelva a disparar más. ¿Te parece bien?
-Si taita, pero no olvides que son diez tiros los que tienes que ponerle. No vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló por el aire y el indio Crispín dio un rugido y un salto tigresco, sacudiendo furiosamente la diestra. En seguida miró a todas partes, como queriendo descubrir de donde había partido el disparo, recogió con la otra mano el arma y echó a correr en dirección a una peñas; pero no habría avanzado diez pasos cuando un seguro tiro le hizo caer y rodar al punto de partida.
- Esta ha sido en la pierna derecha - dijo sonriendo el feroz illapaco - para que no pueda escapar. Veo que completaré con felicidad mi sesenta y nueve. Y volvió a encararse el arma y un tercer disparo fue a romperle al infeliz la otra pierna. El indio trató de incorporarse, pero solamente logró ponerse de rodillas. En esta actitud levantó las manos al cielo, como demandando piedad, y después cayó de espaldas, convulsivo, estertorante, hasta quedarse inmóvil.
-¡Los has muerto, taita!
- No, hombre. Yo sé donde apunto. Está más vivo que nosotros.  Se hace el muerto por ver si lo dejamos allí, o cometemos la tontería de ir a verlo, para aprovecharse él del momento y meternos una puñalada. Así me engañó una vez José Illatopa y casi me vacía el vientre. Esperamos que se mueva. Y Juan Jorge encendió un cigarro y se puso a fumar, observando con interés las espirales del humo.
-¿Te fijas, viejo? El humo sube derecho; buena suerte.
-Va a verte Crispín, taita, no fumes.
-No importa. Ya está al habla con mi máuser.
El herido, que al parecer había simulado la muerte, juzgando tal vez que había transcurrido ya el tiempo suficiente para que el asesino lo hubiera abandonado, o quizás por no poder ya soportar los dolores que, seguramente, estaba padeciendo, se volteó y comenzó a arrastrarse en dirección a una cueva que distaría uno cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a apuntar, diciendo:
-A la mano izquierda…
y así fue: la mano quedó destrozada. El indio, descubierto en su juego, aterrorizado por la certeza y ferocidad con que le iban hiriendo, convencido de que su victimador no podía ser otro que el illapaco de Pampamarca, ante cuyo máuser no había salvación posible, lo arriesgó todo y comenzó a pedir socorro a grandes voces y a maldecir a su asesino. Pero Juan Jorge, que había estado siguiendo con el fusil encarado todos los movimientos del indio, aprovechando del momento en que éste quedara de perfil, disparó el quinto tiro, no sin haber dicho antes:
-Para que calles…
El indio calló inmediatamente, como por ensalmo, llevándose a la boca las manos semimutiladas y sangrientas. El tiro le había destrozado la mandíbula inferior. Y así fue hiriéndole el terrible illapaco en otras partes del cuerpo, hasta que la décima bala, penetrándole por el oído, le destrozó el cráneo. Habría tardado una hora en este satánico ejercicio; una hora de horror, de ferocidad siniestra, de refinamiento inquisitorial, que el viejo Tucto saboreó  con fruición y que fue para Juan Jorge la hazaña más grande de su vida de campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos hasta donde yacía destrozado por diez balas, como un andrajo humano, el infeliz Crispín. Tucto le volvió boca arriba de un puntapié, desenvainó su cuchillo y diestramente le sacó los ojos.
Estos - dijo, guardando los ojos en el huallqui - para que no me persigan; y ésta - dándole una feroz tarascada a la lengua - para que no avise.
Y para mí el corazón - añadió Juan Jorge -. Sácalo bien. Quiero comérmelo porque es de un cholo muy valiente.


domingo, 21 de septiembre de 2014

ABRAHAM VALDELOMAR PINTO cuarto

EL POSTMODERNISMO
MOVIMIENTO COLÓNIDA     Movimiento liderado por ABRAHAM VALDELOMAR PINTO.
COLÓNIDA” deriva de la revista del mismo nombre que servía de vocero al movimiento allá por el año 1916.  Los colónidos cumplieron una función renovadora. Sacudieron la Literatura Peruana. Representaron un espíritu crítico y de rebeldía literaria, libraron una dura batalla contra la moda y las castas literarias. Admiraron la belleza formal y se sintieron deslumbrados por la imagen y el color.
Cultivaron la expresión sencilla y tierna, destacando la vida provinciana
I.             GENERALIDADES: Surge cuando llegaba el ocaso del Modernismo. El nombre de este movimiento se deriva de la revista                         "Colónida" (1916) que fundó Abraham Valdelomar.
II.           CARACTERÍSTICAS:
a.               Peruanidad en los temas.            b.         Evocación nostálgica de la vida provinciana.
c.               Inspiración en hechos cotidianos.          d.             Expresión sencilla y tierna.
III.          REPRESENTANTES: Abraham Valdelomar, Federico More, Percy Gibson, Pablo Abril, José Carlos Mariátegui, José María Eguren, Luis Alberto Sánchez, etc.

ABRAHAM VALDELOMAR PINTO
“EL CONDE DE LEMOS”
Nació en Ica el 16 de abril de 1888. Estudió en el colegio “Guadalupe”
- Fue partidario del presidente Billinghurst, Director del Diario “El Peruano”
- Fue diplomático en Italia.
- Se le conoce como el seudónimo de “El Conde de Lemos”
- Fue Diputado Regional por Ica, falleció en Ayacucho en 1 919.
- Se le considera el mejor cuentista de la Costa Peruana.
- Murió en Ayacucho el 2 de noviembre de 1919.

Rasgos Biográficos
Nació en Ica el 15 de abril de 1888. Vivió su niñez en el puerto de Pisco. Su infancia rural, vinculada al mar y a la campiña influyó en sus cuentos y poesía.
Llegó a Lima y estudió su secundaria en el colegio Guadalupe. Siendo aún colegial publicó la revista "Idea Guadalupana".
Ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos.
Apoyó la candidatura presidencial de Guillermo Billinghurst. Cuando éste asume el poder en 1912, lo nombra Director del diario oficial "El Peruano". Un año después viaja a Italia con cargo diplomático. En dicho país escribe su obra cumbre "El Caballero Carmelo".
En 1914, Oscar Rabines Benavides derroca a Billinghurst. Valdelomar renuncia a su cargo diplomático y regresa al Perú. Se dedica a la actividad periodística y a la creación de sus obras. En 1916 funda y dirige la revista "Colónida", expresión de una corriente esteticista en el Perú.
Otra vez movido por la política se dedica a realizar giras por provincias y dar conferencias. Fue elegido representante al Congreso Regional del Centro, modalidad política del nuevo gobierno de Augusto Bernardino Leguía. Muere trágicamente al asistir a una reunión de ese congreso en la ciudad de Ayacucho, el 2 de noviembre de 1919, a la edad de 31 años.

Producción Literaria: Cultivó casi todos los géneros. Rescata el valor de las cosas cotidianas del hogar, la significación de la provincia y las características de la costa.
La mayoría de sus obras se caracteriza por el tono nostálgico, tierno e íntimo. Destacó más en el cuento y en la poesía. En ellos evoca frecuentemente escenas familiares de su infancia rural, aldeana vinculada al mar y a la campiña de Pisco.
OBRAS  Sus principales creaciones son:
●             Cuento: "El Caballero Carmelo", "Los hijos del sol", "Los ojos de Judas", "Cuentos yanquis",  "Cuentos chinos" y otros. Hebaristo, el Sauce que murió de amor, Yerba Santa   El Vuelo de los Cóndores
●             Poesía: Tiene variados poemas sueltos. En "Las voces múltiples (1916)", él mismo reunió algunos de ellos. Tristitia       El Hermano Ausente en la Cena Pascual
●             Novela: "La ciudad muerta", "La ciudad de los tísicos", "Yerba santa".

TEATRO:          - El Vuelo - Verdolaga  - La Mariscala (con la colaboración de José Carlos Mariátegui)

Debes narrar el contenido de un cuento de ABRAHAM VALDELOMAR PINTO

LA VIDA ES SUEÑO tercero

LA VIDA ES SUEÑO

Cuando nace Segismundo, hijo de Basilio, rey de Polonia, los augurios vaticinan que un día destronará y humillará a sus padres. Para evitar ese vaticinio, el rey manda que encierren a su hijo en un torre, donde solo es asistido por un ayo Clotaldo. Cuando su hijo es ya mozo; el rey quiere probar la veracidad de los vaticinios y para ello manda por la suntuosidad del palacio y cree estar soñando. Se le revela su noble origen, y convencido por los cortesanos de ue es rey, da rienda suelta a sus feroces instintos. Mata a un criado e insulta a su padre. Convencido el Rey de la verdad de la profecía, manda narcotizarlo nuevamente y es trasladado nuevamente a la torre. Cuando despierta Segismundo cree que ha estado soñando y pronuncia el famoso monólogo sobre las vanidades del mundo.
El Rey Basilio se propone dar el gobierno a un pariente extranjero, mas el pueblo se subleva y liberta a Segismundo. Este entonces vence a su padre, pero escarmentado por la experiencia pasada, se comporta con justicia: se somete a su padre y todo hace preveer que cuando lo suceda a su muerte, será un rey ejemplar

ANÁLISIS DE LA OBRA:
  Género Literario           :Drama de carácter filosófico que plantea un problema profundo que inquieta y ha inquietado
y tema                                              al hombre, ¿Qué es la vida?, es la angustiosa interrogante que el autor pone en labios de Segismundo; esta interrogante es la piedra angular de todo tiempos inmemoriales: el porqué de la vida.

Los personajes                     :               Los personajes son profundamente humanos: Segismundo, el protagonista, es un hombre que siente odio, deseos de venganza, pero que también es capaz de recapacitar, de reflexionar, de amar.

El padre de Segismundo, Basilio, es un rey, pero un rey temeroso, temeroso de perder su trono y su poder y este temor e inseguridad lo llevan a cometer una cruel injusticia en contra de su propio hijo.
Ambiente                    :               La torre de un castillo, es el ambiente en el que por más tiempo se mueven los personajes del drama; es el ambiente más adecuado par fijar el ideal estético del autor, crear un mundo ideal que nos lleva a la reflexión, a la meditación.
El lenguaje                   :               Es elevado y elegante, lleno de Metáforas y Símiles, pero también lleno de conceptos como:
“estamos en un mundo tan singular,
que el vivir solo es soñar.
Y la experiencia me enseña
que el hombre que vive, sueña
lo que es hasta despertar...”

1.                   ¿A qué escuela pertenece Calderón de la Barca?
2.                   ¿Cómo se distingue la vida de Calderón de la de Lope?
3.                   ¿Cómo se clasifica toda la obra de Calderón?
4.                   ¿Qué estilo cultivó Calderón?  
5.                  ¿Cuál es el argumento de “La vidad es sueño”?
6.                   ¿Por qué Segismundo se considera infeliz?
7.                   ¿Cuál es el delito mayor del hombre?
8.                   ¿Qué quieren decir estos versos?
“En llegando a esta pasión
un volcán, un Etna hecho,
quisiera arrancar del pecho
pedazos de corazón...”

9.    ¿Cuál es la característica principal del teatro de Calderón de la Barca?

10. Comenta el comportamiento de Segismundo

martes, 16 de septiembre de 2014

EL MODERNISMO EN LA NARRATIVA 4to

EL MODERNISMO EN LA NARRATIVA
CLEMENTE PALMA            (Lima 1 872 - 1 946)
Hijo del gran tradicionalista, encabeza, a su vez, la primera reacción contra el reinado de la tradición y del realismo.
A Clemente se le nota una narrativa cuentística dentro de la morbosidad y la fantasmagoría a lo Poe. Cabe mencionar que Edgard Allan Poe habría señalado el camino de este género literario y sería uno de los maestros que influyeran en la configuración del mismo, al lado de los franceses y los eslavos. El cuento a partir de Poe fue concreto, con este acontecimiento sorpresa, no se entrega a detalles, ni a la naturaleza, ni al ambiente, como tampoco a la morosidad discursiva de la novela, dando así el impacto que caracteriza fundamentalmente al cuento.
Obras:
-              Había una vez un hombre
-              Los canastos
-              Cuento malévolos
-              El quinto evangelio
-              El hijo pródigo
-              La granja blanca
-              La leyenda de Hachison
-              Historia malignas
-              Los ojos de Lina
-              X, Y, Z (Novela grotesca)

VENTURA GARCÍA CALDERÓN
Nació en París en 1 886. Fue hijo del ex - presidente Francisco García Calderón. Estudió en el colegio "La Recoleta", posteriormente en la universidad de San Marcos, estudió letras, ciencias políticas y derecho.
Fue canciller del consulado del Perú en París y en Londres. En 1 930 presidió la delegación peruana ante la Sociedad de Naciones (Hoy O.N.U)
Falleció en París en  1 959.
Obras:
"La venganza del Cóndor"
"Dolorosa y desnuda realidad"
"Los mejores cuentos americanos"
"Virajes"
"Del romanticismo el modernismo"
"Vale un Perú"
Apreciación
Fue modernista por su estilo y por espíritu, de refinada línea, su obra literaria es de gran trascendencia.
En 1 934 fue presentado como candidato al Premio Nobel de Literatura, sin mayor fortuna. En su obra presenta acontecimientos pertenecientes a nuestra realidad geográfica, en sus cuentos maneja con indudable eficiencia la Técnica del cuento, destacado entre ello. "Coca", "El alfiler" "Yacu mama"

César Vallejo opinó acerca de Ventura García Calderón: "Lo tengo entre los maestros de todos los tiempos del idioma”

domingo, 14 de septiembre de 2014

el alfiler 4to


EL ALFILER                         De La Venganza del Cóndor VENTURA GARCÍA CALDERÓN

                La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en su santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
                Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo:
-              Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas…¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla, no más …
                El borrachito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el sombrero de jipijapa, y quiso explicar tantas cosas a la vez - la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte lenguas, la orden de llegar en pocas horas, aunque reventara la bestia en el camino -, que enmudeció por un minuto.
De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:
                Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue, sin duda, por mandato especial de la Providencia: pero estrujó el brazo del criado, queriéndole extirpar mil detalles.
-              ¿Anoche?… ¿Está muerta?… ¿Grimanesa? …
                Algo advirtió quizá en las oscuras explicaciones del Borrachito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor "caballo de paso". Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con sus fuegos de bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero reviviscente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia.
                Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos que ostentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!…
                Hinchando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde ya vencida, se escuchó otro galope resonante, premioso, sobre los cantos rosados de la montaña. Por  prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
-              ¿Quién vive?
Refrenó su carreta el jinete próximo y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:
-              ¡Amigo, soy yo! ¿No me conoce? El administrador de Sincalvilca. Voy a buscar al cura para el entierro.
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por que razón no se hallaba en la hacienda de capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.
                Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perro, enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empeñada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines de Cabo y alhelíes. Sería y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa en el valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había servido a un abuelo suyo para trucitar rebeldes en una antigua sublevación de los indios.
                Al besar dos Timoteo la santa imagen quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el pocho, y sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba en la noche cerrada.
                Durante siente meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo al padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.
Pero un domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sobrero de jipijapa, que fue preciso fijar en las oleosas crenchas con un largo estilete de oro.
                Cuando el padre la vio así, dijo, turbado, mirando el alfiler:
-              Vas a quitarte ese adefesio...
                Ana maría obedeció suspirando, resulta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.
                Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María, tan parecida a su hermana, en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido.
                Nadie habló de la desgracia ocurrido ni mentó a Grimanesa; pero Conrado corto sus espléndidos y carnales jazmines de Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a la “niña”, llorando.
                ¡Jesús,. María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!
                Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Silcavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después  del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llegó Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin de su caballo, que “braceaba” con escorzo elegante y clavaba el espumeante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
                Con la solemnidad de las grande horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó, con el respeto de siempre, “don Timoteo”, sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa.:
-              Quiero hablarle, mi padre.
                Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, la indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una pausa tan larga, que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir.
                De súbito, ágilmente, como si los años no pasaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro, de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mi ardides y un “santo seña” escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos tipos que cierran el  manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.
                Al verlo, Conrado cayó de rodillas. Gimoteando como un reo, manifestó:
-              ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!
                Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que no se comprendía apenas:
-              Si, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en el corazón... ¿no es cierto? Ella te faltó quizá...
-              Sí, mi padre.
-              ¿Se arrepintió al morir?
-              Sí, mi padre.
-              ¿Nadie lo sabe?
-              No, mi padre.
-              ¿Por qué no lo mataste también?
-              ¡Huyó como un cobarde!
-              ¿Juras matarlo si regresa?
-              ¡Sí, mi padre!
                El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:
-              ¡Sí ésta también te engaña, haz lo mismo! ... ¡Toma! ...
                Entregó el alfiler de oro, solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchará enseguida, porque era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.

 
COMPRENSIÓN DE LECTURA
1.             Haz una relación de los personajes principales del cuento
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2.             Menciona los lugares donde se desarrollan los hechos.
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3.             Explica la actitud de Don Timoteo, al abandonar a su difunta hija
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4.             ¿Qué ideas expresa el autor?
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5.             Comenta la actitud de Don Timoteo al final de la obra
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LOS OJOS DE LINA   CLEMENTE PALMA

El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de wisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.
Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.
Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma adiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos.

Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndola sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo ¡orar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados .os ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mí vejez. , Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridad de mí alcoba; veía al techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterías y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mí sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé sí por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mí espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.
-¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!
Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:
-¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo¡ ... ¿Estás enfermo? Habla.
-No ... perdóname; nada tengo, nada... -le respondí sin mirarla.
-Mientes, algo te pasa...
-Fue un vahído, Lina... Ya pasará...
-¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.
No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chísporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mí turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mí cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:
-No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa
en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.
Cerré los ojos y la besé en la frente.
-No me beses, mírame, mírame.
-¡Oh, por Dios, Lina, déjame! ...
-¿Y por qué no me miras? -insistió casi llorando.
Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mí necedad: -No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir-. Callé, pues, y me fui a mí casa, después que Lina dejó la habitación llorando.

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mí novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo... Usando anteojos negros... quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio.
-¡Bah, que tontería! -fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí es-
taba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.
-Mírala a la luz -me dijo- son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.
Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano.
-¿Qué has hecho, desdichada?
-¡Es mi regalo de boda! -respondió tranquilamente.
Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre...

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.
-¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer
alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancándoos los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.
Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.